«Babylon», de Damien Chazelle

Si hay películas que son una carta de amor al cine, esta lo es, pero es una carta de amor tóxico, dependiente. «Babylon» se centra en las primeras décadas del cine hollywoodense y su paso del cine mudo al cine sonoro entre códigos racistas de producción y la lujuria de sus estrellas. Hollywood puede ser una buena metáfora de la ilusoria imagen de una sociedad supuestamente exitosa: lo mágico se construyó sobre precarización, muertes, desenfreno, discriminación, tolerados en nombre de cumplir sueños.

Por momentos parecía que «Babylon era dirigida por Baz Luhrman en vez de Damien Chazelle. Las luces cálidas, la abundancia del dorado y del brillo de los cuerpos sudorosos, la sangre y las lágrimas presentes en escenas tanto cómicas como de tensión dramática: el estilo es exhuberante, sobrecargado en varios aspectos, que puede gustar como cansar al espectador. Si bien para algunos puede sentirse efectista, la propuesta visual y de producción van acorde con el tema central de la película, que es lo más sólido que tiene y que se sostiene en las actuaciones de un elenco con la misma carga de exhuberancia. Margot Robbie como Nellie, chispeante aspirante a actriz; Brad Pitt como Jack Conrad, el divo consagrado; entre otras apariciones como las de Jean Smart y Flea de Red Hot Chili Peppers: no hubo límites a la hora de invertir en producir esta película (como se ve en la historia de «Babylon» misma). Diego Calva destaca como Manny, un joven mexicano que sueña con ser parte del mundo del cine al cual adora y quiere integrar cueste lo que cueste. Jovan Adepo es Sidney Palmer, el músico afroamericano en un mundo que admira su arte pero desdeña su identidad racial. Son varios los personajes tipo, que sirven casi como alegorías de las estrellas reales en las que se inspiran. El punto flojo se siente en los 30 a 40 minutos finales de la película, con varias secuencias que parecen ser -ahora sí- la escena final, pero se extiende. Pareciera que hubo problemas narrativos para determinar cómo cerrar la historia. De toda la cinta, sobresale la escena de la fiesta elegante a la que Nellie, Sidney y Manny asisten deseando agradarle a la alta sociedad por el bien de los negocios: los tres niegan parte de sí mismos en diferentes niveles para tener la aprobación de la élite, pero aunque parezcan tenerla, nunca obtienen una aprobación a lo que son sino a lo que fingen ser y al intento de ocultar sus esencias para alimentar el ego de quien dirige las inversiones. Otras secuencias también memorables son la del maquillaje a Sidney (no daré detalles), el rodaje de una escena a la que repetirla una y otra vez le cuesta salud mental y física al equipo, y la de la primera llegada a un set de Manny y Nellie. Esta última es la que describe por completo lo que significa la magia del cine, y los costos (muchas veces, contra la integridad) por conseguirlo.

«Babylon» es una declaración de lo que el cine es capaz en todo sentido. En ese aspecto, podría decirse que es metalingüística. La historia de los orígenes de Hollywood es caótica y es contada como una epoyeya que refleje ese caos e incontinencia de pasión. Puede haber música ensordecedora en un plano secuencia; puede haber solo sonido ambiental mezclando texturas de imagen; puede haber una escena que parece un gag para empezar una historia que muestre cómo los extras eran explotados sin recibir pago ni crédito por su trabajo mientras circulaban drogas de mano en mano a su lado. Se toman riesgos fílmicos para retratar la intensidad del fenómeno de la industrialización en Los Ángeles. Es como si hubieran buscado usar todos los recursos posibles del lenguaje audiovisual en una misma película pensando en que por algo existen, para ser usados. Porque el cine engloba tantas artes y conecta tanto que se le ama aunque se le podría (o debería) odiarle a veces.

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